jueves, 6 de agosto de 2009

DESPLIEGOS Nº 3 : MEMO:ESTRICTAMENTE TEXTUAL : ABELARDO CASTILLO

MEMO:ESTRICTAMENTE TEXTUAL
EL ESCARABAJO DE ORO.NOVIEMBRE 1967.
EDITORIAL

Señor, concede a cada cual su propia muerte.
RILKE

Le cortaron las manos y aún golpea con ellas.
Lo enterraron y hoy viene cantando con nosotros.
NERUDA


El 8 de octubre, en Vallegrande, mataron al Ché. Los generales bolivianos lo dicen, y debe de ser cierto. La muerte, al fin de cuentas, es la menos inesperada anécdota de la vida: la cuestión es no morir de muerte ajena, y el guerrillero que murió, murió de la que había elegido. A eso, los que creen en Dios, por un mal entendido lo llaman Salvación. Los que no creemos, también. Y yo hasta lo llamo no morirse, abolir la muerte: matarla. Hay un cadáver, es verdad. Todos los diarios del mundo mostraron un muerto que se le parece, que seguramente es el Ché. Una fotografía, sobre todo, impresiona: está de perfil, el grabado repite fríamente unos superciliares que sin duda no son de otro hombre (le daban ese aire de fauno joven; los que lo vieron reírse no pueden haber dejado de pensar que esa frente se contradecía un poco con su risa, y de ahí la cara de estar tramando una incomunicable travesura, ese gesto que no le pudieron borrar los generales), tiene los ojos abiertos y la cabeza medio alzada, tiene los brazos en la actitud del que va a incorporarse, tiene un balazo en el corazón. Nadie, sin embargo, aceptó que ese cadáver fuera el suyo. Nadie, ni los que lo odiaban y diez veces antes fraguaron miserablemente su muerte, a manos de Fidel Castro, o en Santo Domingo, o por suicidio. Los mismos generales que lo mataron, estoy seguro, ya han comenzado a dudarlo. Y yo creo que hacen bien.
Voy a escribirlo, voy a tratar de escribirlo sin caer en la trampa de las palabras, de las frases que aluden a los muertos que pese a la muerte siguen vivos. Voy a decir que el guerrillero muerto de Vallegrande no era el Ché. Ya no lo era. Balearon un cuerpo, lo enterraron en algún sitio o incineraron una corruptible arcilla. Y hasta ahí operó la muerte. Y a partir de ese momento, a partir de sus diseminadas cenizas, de un cadáver que nunca se hallará, el Ché volvió a ser libre de ir y venir por América pero sin cambiar su nombre y sin ocultar su cara.
Ustedes no han matado a nadie: han resucitado a un hombre. Y a algo más. Hasta el 8 de octubre se podía dudar que haya seres capaces de pelear por los otros, hacer una revolución, alcanzar el poder, abandonarlo todo y comenzar de nuevo: renunciar a lo temporal, que es lo mismo que negar el tiempo. Elegir y actuar un destino. Quién, con qué argumentos y sobre todo con qué ejemplo, puede hoy destruir esta mística. Digo mística y quiero decir mística. Hasta el 8 de octubre cualquiera podía pensar: es mentira, es Cuba que necesita inventar un fantasma para sobrevivir. Ahora se sabe que el Ché está. Y no precisamente enterrado en la selva. Está. Hermoso e invulnerable como un héroe de novela, y frío y lúcido como una inexorable máquina de hacer justicia.
No toda muerte mata. Los diarios, sin querer, lo sabían. “Encontró la muerte en Vallegrande”, dijeron. Y es así. Hay hombre que encuentran su muerte, la que los merece, como si debieran morir para quitarse la inquietud de ser mortales. Y el que mataron tenía una cuestión personal con la muerte (“si no vuelvo dentro de dos meses”, le escribió a sus padres la primera vez que salió a la aventura, “vayan a buscar mi cabeza reducida por los jíbaros al museo de Nueva York”, y el desafío se repite en todos sus escritos, en todas sus cartas hasta la última, ya en Bolivia: “de aquí no me salgo si no es con los pies para arriba”), le había perdido el respeto y se reía socarronamente de la muerte. No le coqueteaba, no hay que confundir: la cortejaba. Querer hacer suya la muerte, eso es vivir. Y si nos cuesta entender esto es porque no tenemos la menor idea de lo que es la vida. Un hombre, un poeta, se dejó morir de la muerte con que lo iba matando la espina de una rosa: él le había cantado a las rosas y a la muerte. Otro hombre se hizo crucificar porque ya era tiempo. El que crea que comparar a Rilke con Jesús es una herejía, el que imagine que esas muertes no son también la muerte de la que hablo, hará bien en preguntarse qué pobre cosa ha entendido, hasta hoy, de la vida.
Me olvidaba: la muerte del Ché no me duele. No tengo ganas de conmover, ni de conmoverme, con retóricas de cementerio. No quiero que este editorial sea patético o solemne, ni tiene porqué. El Ché no era mi pariente ni era mi amigo. Este no es mi verso a De Lellis. Rebajar la muerte de Guevara a la intimidad del dolor no está en su estilo. Las muchachas argentinas ya lloraron lo suyo ante los aparatos de televisión cuando los generales mostraron su cadáver, ya hemos pegado su foto en la pared -entre Beatles y banderines-, y a lo mejor esta bien. Ya empezaron los poetas a mandar elegías alusivas a las revistas. Así que no hace falta lagrimear más. ¿Qué es lo que hice para que no lo mataran?, esa, en cambio me parece una buena manera de encarar las cosas: una buena pregunta. Evita las emociones fáciles.
Y hecha esta aclaración, puedo terminar. Desde ese asesinato, desde esa inmolación, los generales tienen miedo. O deberían tenerlo. Porque una vez que un hombre así dio con su muerte, ya no hay balas, ni rangers, ni marines que valgan. No “se sale” más de la vida. No tiene más que vida. Es pura y múltiple y violenta vida que no se mata.

ABELARDO CASTILLO
(De “el Escarabajo de oro” - Bs. As. - Noviembre de 1967 - Año VIII, Nro. 35 - p. 3.)

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